La tragedia del progresimo
El progresismo actual ha abandonado su potencial reflexivo entregándose al sentimentalismo. Su cálculo es sencillo, llegar y mantener el poder político universalizando aquél despropósito de la invención de derechos allí donde se manifiesta una necesidad. Pero no es solo este aspecto, sino sus implicaciones en la discusión pública.
Se impone otra narrativa, una que gira en torno a quienes ofrecen más derechos y la ampliación de los existentes. Con ello, es fácil distinguir a los héroes y villanos en una interpretación maniquea de la realidad. El progresismo actual construye el clivaje político ideal que diferencia “los buenos” de “los malos”. Mientras que los primeros son aquellos que se alinean con la lógica anterior, cualquiera que dude o se oponga forma parte del enemigo. Así, los apologistas de la complejidad se transforman en defensores acérrimos de su simplificación.
Resulta difícil asumir los principios de un movimiento político que abandera la igualdad, cuando su ideario se centra en el revanchismo. Hoy, parece imposible encontrar espacios de intercambio de ideas, de contraste de argumentos. Aparentemente, nos damos un descanso del ejercicio de la polémica y el debate. Sustituimos las ideas por las emociones, y con ello, entramos en el terreno de lo personal y subjetivo.
Los movimientos de hoy parecen reunir características propias del arte o las modas. Nuestras sociedades hiperaceleradas nos imponen unos tiempos que no dan tregua. De esta manera, las personas no tienen tiempo suficiente para hacerse una idea clara sobre las problemáticas actuales. En el horizonte surgen sin cesar nuevas tendencias que atraen nuestra atención.
Como seres humanos carecemos de la capacidad omnisciente. El escepticismo sería la respuesta lógica, asumiendo que sería imposible asimilar toda la información disponible. Sin embargo, parece que elegimos un camino distinto, empedrado con las opiniones que retroalimentan nuestros sesgos. Consecuentemente, son raras las opiniones informadas que se ven desbordadas por afirmaciones sensacionalistas en versión turbo, que encarcela toda posibilidad de raciocinio.
La izquierda guarda un lugar especial en su discurso para el conflicto. Originalmente de clases, con el pasar de los años, la necesidad impuso el abandono de la idea original de la Huelga General y crisis definitiva del capitalismo. El socialismo/comunismo era propuesto como alternativa superior. Luego, la descomposición del bloque soviético, ampliamente superado por las democracias capitalistas, llevó a la izquierda a un replanteamiento en sus tácticas.
El diagnóstico promovió la ampliación del panteón de próceres del socialismo y un viraje discursivo importante. La economía capitalista no colapsaría nunca, el enfoque debía ponerse en los medios de reproducción de consciencia. La pobreza y pauperización fue desplazada por la desigualdad. El capitalismo fracasaba por no hacernos iguales. Gramsci se alzó con el protagonismo.
Hacernos desigualmente prósperos es un pecado irredento de las economías de libre mercado. La admiración por Cuba por la mayoría de la izquierda mundial confirma su preferencia por un mundo igualmente pobre. De lo que se trata ahora es de seamos iguales, pero no en el sentido clásico de la isonomia griega de igualdad ante la ley posteriormente abanderada por el liberalismo.
El progresismo aspira a resolver los problemas del mundo con una fórmula sencilla: la igualdad. Detrás de toda la retórica incendiaria o benevolente se esconde esta aspiración clásica de los pensadores comunistas de antaño: el desprecio por la diferencia. Si la innovación, el esfuerzo y la creatividad no son razones suficientes para la diferencia, todo resultado dispar entre las personas debe ser condenado. Pero esta polémica solo constituye una de varias.
Ante las críticas, suele afirmarse que la obsesión política de estos movimientos es la inclusión. Pero el rechazo constante al afán de lucro se transformó en una lucha permanente contra la diferencia socioeconómica. En un giro épico, los partidos y movimientos que anteriormente defendían la aceptación de las diferencias entre las personas y el respeto, ahora parecen cautivados por el potencial político que encierran la acusación, el ataque y la censura.
La búsqueda del trato igualitario ha sido suplantada por un nuevo tipo de discriminación revanchista que debe ser asumida como dogma. Por décadas, hablar de izquierda era hablar del discurso por la libertad de expresión, los derechos de los más necesitados y su mejora económica. La izquierda, al menos la democrática, asumió principios que despreciaba como burgueses. Ahora, los más necesitados son otros. Un archipiélago de minorías sustituye a la clase obrera.
El fin de la socialdemocracia tradicional, luego de su fracaso como proyecto viable a partir de los años ochenta, condujo a su reforma. Tras varios intentos de acercamiento a una vía intermedia entre su fórmula original y otra más moderna, la pérdida de apoyo popular les reorientó desde los cada vez menos desposeídos materiales hacia los “colectivos marginados” de la sociedad. Los trabajadores solo deseaban vivir mejor en capitalismo, no la abolición del mismo.
Así, surgió una nueva forma de hacer política centrada en las emociones, que parece haber llegado para quedarse mientras demuestre su efectividad como herramienta para alcanzar y perpetuarse en el poder. La confrontación política tradicional se reemplaza por la confrontación social, racial, religiosa, de género. Pasamos de la dialéctica a la dialéctica del resentimiento.
Esta nueva política nos encasilla y condena, convirtiendo la libre expresión en una prerrogativa de los “oprimidos”. Tal es el nivel de clasificación, que aspectos como la raza y el sexo son más determinantes para considerar un argumento que la solidez y veracidad del mismo. Pero, no bastando con esto, también se impone en cada vez más espacios la censura como moda.
Así, la autocensura se convierte en un paso lógico, imprescindible para abrir puertas de los medios y la academia. Tal es la hegemonía que se ha construido, que los programas de investigación y las líneas editoriales siguen la corriente con devoción. Claro, de lo contrario caen en desgracia. Ni hablar del periodismo, o la educación. Hacía tiempo que no era tan fácil perder un empleo. Un pronombre, una letra u afirmación puede ser suficiente.
Estamos avanzando al fin de la libertad de expresión, y con ello, de razonar. ¿Quién debe censurar? ¿Qué debe censurarse? El respeto por el disenso va desapareciendo y con ello nuestra libertad de elegir, de pensar, de acertar o equivocarnos. Con la estupidez resultante de esta ceguera masiva, el tuerto es el rey.
Eduardo Castillo
Sociólogo. Máster en Asesoramiento de Imagen y Consultoría Política