SISIFO EN HISPANOAMERICA

Suenan las campanas de constituyente en Perú. Luego de las justificadas protestas de la población frente a la movida parlamentaria que buscó girar la palanca legal a su favor para colocar un presidente afín a su causa, algunos partidos han planteado la mágica receta de siempre: una constituyente para hacer de nuevo el país. He aquí la nueva-vieja fijación de nuestras sociedades, el borrón y cuenta nueva.
Por supuesto que un proceso constituyente no tiene por qué ser negativo. La construcción de nuestros estado-nación hispanoamericanos surgen de un trauma histórico y de una constituyente, elitista, pero constituyente. Sin embargo, esa mezcla curiosa de pensamiento mágico y positivismo jurídico que se da en nuestro mundo hispano resulta nociva. No sólo nos referimos al tema de la estabilidad, a fin de cuentas, una constitución que todo lo garantice bastaría para dejar contenta a la mayoría inquieta. Hablamos de construir castillos en el aire. Ese no es el camino del éxito.
Como Ashton, Hartwell, Rosling, Pinker, Norberg y tantos otros han enfatizado, la historia de la humanidad es la historia de la lucha contra pobreza como estado natural. A decir verdad, los esfuerzos y cambios institucionales que transformaron esta situación son bastante recientes. Evidentemente, hay que tener un poco de perspectiva.
Si consideramos la prehistoria, es decir, el período previo a la invención de la escritura, nos quedamos con la cuantiosa cifra de aproximadamente 4,000,000 de años -aunque los fósiles más antiguos hallados hasta ahora datan de hace más de 300,000 años-. En todo ese tiempo fuimos cazadores y recolectores, con una vida miserable y corta, sometidos a los vaivenes de la intemperie con una organización primita y brutal. Luego, hace más de 3,500 años empiezan a aparecer las primeras civilizaciones humanas, empujadas no sólo por la naturaleza gregaria de los seres humanos, sino por el desarrollo de la agricultura.
Ahora bien, el surgimiento de la civilización se dio a la par de la aparición de instituciones extractivas que permitieron a menos del 1% vivir cómodamente a expensas del resto. Incluso, esa comodidad puede relativizarse, si nos atenemos a que las condiciones de vida siguieron siendo en su mayoría muy precarias. Así, durante milenios vivimos un estado permanente de pobreza, siendo muy pocos los períodos en los que esto se ha alterado de forma muy marginal.
Hace tan sólo dos siglos inició la transformación más radical para la humanidad. La Revolución Industrial trastocó las bases de la sociedad alterando con ello nuestras condiciones de vida. El balance general fue positivo, dejando un siglo de avances políticos, económicos y sociales ininterrumpidos hasta las guerras mundiales -no sin traspiés-. Luego, el siglo XX vio a una considerable cantidad de países se sumarse a la mejora, dejándonos un mundo incomparablemente más próspero que antes, aunque no exento de problemas.
¿Qué está sucediendo que la América hispana se ve incapaz de alcanzar a sus pares de otras latitudes? Generalmente la gente en nuestros países asume respuestas intuitivas como una cultura defectuosa, una religión refractaria, o una corrupción paralizante; otros, dedicados a las ideas, se van por explicaciones más rebuscadas, como la relación de dependencia, golpes de estado, asfixia política y económica. Somos pobres porque somos flojos, católicos, corruptos o los grandes intereses no nos dejan salir de la pobreza. A lo largo de estos dos últimos siglos hemos visto países que lograron superar cualquiera de estos obstáculos, pero ninguno de ellos en nuestra región.
Ambas maneras están erradas. Pero esto no es lo más grave, sino las consecuencias de esta forma de ver nuestra región y sus problemas. Como no puede ser de otra forma, diagnósticos erróneos o simplistas suelen generar soluciones igualmente erróneas o simplistas. La gente termina votando por soluciones mágicas, los intelectuales proponiendo soluciones contraproducentes. Se enfatiza mucho en respuestas fáciles, pero muy poco en los procesos.
Para algunos fantasiosos, la respuesta no está en inventar lo que ya se sabe. Al menos este grupo apunta un poco más cerca del tarro. Sin embargo, sus ideas se vuelven fantasías cuando proponen equiparar nuestras pobres economías a las de países que atravesaron décadas de crecimiento acelerado con una expansión económica inusitada. Afirman que todo lo que hace falta es seguir el camino señalado por los países más avanzados.
Se inventan leyes y políticas que asumen infalibles, pero que en los países referencia se sostienen a costa de ingentes cantidades de dinero que industrias potentes y unos ejércitos de trabajadores con salarios más altos pueden aportar. Deseamos ponernos a la par de naciones que nos llevan más de medio siglo de ventaja. Quieren poner al burro detrás de la carreta.
El meollo del asunto no es este. No se trata de imitar las prácticas actuales de los países que ya son prósperos. La clave reside en imitar hasta donde sea posible aquellas decisiones pasadas que les condujeron al estado de prosperidad actual. Sin embargo, el pensamiento mágico de la política hispana rara vez tiene esto en cuenta. Es como si quisiéramos desarrollar nuestros países a golpe de decreto. Como si el desempleo y la pobreza se eliminaran de un plumazo. Ignoramos el durísimo esfuerzo que las sociedades más avanzadas pusieron para alcanzar unas condiciones de vida que hoy causan admiración en el mundo.
Fantaseamos con crear en cada ciudad hispanoamericana una París tropical o del altiplano. Son delirios que al momento de estrellarse con el duro muro de la realidad nos dejan una desazón que no se puede explicar. Nos hace buscar razones en otros seres fantásticos que, cual enemigos del momento, sirven para justificar nuestro fracaso. Por ello, no pecamos de duros al afirmar que los últimos dos siglos de la América hispana son los siglos de un fracaso monumental.
Hispanoamérica es una tierra mítica para el ojo extranjero. Sólo los nativos pueden comprender el arduo trabajo que implica nacer en nuestras naciones sin pertenecer a los grupos acomodados. Pero aun sabiendo lo difícil que es para alguien no formar parte de una familia amparada bajo el paraguas del mecenazgo partidista, de algún gran propietario mercantilista, o de las élites burocráticas nacionales, lo que sorprende es nuestra incapacidad de cambiar lo que hacemos para que esto perdure.
En Perú soplan los vientos de constituyente, habrá que ver si cuenta con la virulencia apreciada en Chile. Pero hacerlo bajo la premisa de sólo así se acabará con los problemas es muy grave. Pareciera que el mito de Sísifo nos aplica perfectamente. Nuestras sociedades viven en un estado permanente de convulsión que sólo encuentran breves paréntesis de calma y mejora cada tantos años, para luego volver a las lógicas autodestructivas que nos trajeron a la situación de crisis.

Eduardo Castillo

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