Los centros vacíos ya anunciaban una participación ridícula. Al mismo tiempo, el chavismo se encaminaba a controlar nuevamente el Poder Legislativo. Ese es el balance que nos deja la jornada pseudo electoral del 6 de diciembre, a la que asistió menos del 20% de los electores habilitados para votar. Como no puede ser de otra manera, a estas elecciones se movilizó el remanente de la estructura más militante del chavismo y sus rémoras partidistas. El otrora Gran Polo Patriótico, que se enorgullecía de movilizar más de 7 millones de votos, ha quedado como el país…en los huesos.
Una pseudo oposición queda igualmente retratada. La pantomima de participar en unas elecciones controladas debe haber reportado pingües beneficios a los bolsillos de quienes sirvieron a ello. Con tarjetas remedo de partidos, todo en esta elección parece un parapeto impresentable ante la comunidad internacional. Dentro del país nadie se cree ya los cuentos. Nada golpea tan fuerte como el hambre, más que cualquier campaña electoral.
Se votó sin sorpresas, ni siquiera sorprendió la ausencia de gente. En los medios, alguna infame portavoz del oficialismo anunciaba que la falta de personas en espera se debía a lo avanzado del sistema. Otra vuelta a la tuerca del gran engaño que ha sido el chavismo. La vergüenza es internacional, pero el hecho más sobresaliente es que el gobierno vuelve a controlar el Poder Legislativo. No nos engañemos, se trataba de una institución vaciada de toda capacidad. Una observación atenta nos adelanta la muerte del parlamentarismo venezolano.
Aquella victoria de 2015 se convirtió en un éxito muy pequeño, para el chavismo no hizo falta más que endosar al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) toda capacidad de elaborar leyes. Mientras tanto, cualquier proyecto aprobado en la Asamblea Nacional (AN) era catalogado como inconstitucional por el mismo TSJ. En paralelo, el Gobierno Nacional cerraba el grifo económico, limitando el dinero de la AN que se veía incapaz de sufragar los gastos mínimos de funcionamiento y condenando a los diputados, equipos parlamentarios, administrativos y empleados a salarios miserables que no superan los 20 dólares.
Pero ahora la Asamblea vuelve a estar en manos del chavismo, con lo que queda la vía libre a un retorno de las atribuciones confiscadas. Se cumple la premisa de que las instituciones son respetables siempre que estén alineadas con el proceso revolucionario. Desde la óptica chavista, las instituciones sólo existen para esto. Incluso lo han afirmado públicamente durante años. La superación de la “democracia vacía”, la representativa, conllevó un levantamiento de otras nuevas que sólo tienen sentido para el chavismo en tanto sirvan a su perpetuación en el poder.
Ese recurso típico del izquierdismo old school sirve a un fin claramente transformador. La construcción de un mundo nuevo, del hombre nuevo como fantasía más notable de la izquierda política, requiere de un andamiaje legal que transforme todo lo existente. Allí donde no se pueda demoler lo que hay, debe capturarse y utilizarse para beneficio partidista. Se trata de instituciones títere, al servicio del proceso, pero especialmente del partido entronizado en el gobierno.
Desde 1999 el chavismo estuvo confiado en la construcción de una mayoría eterna para garantizar su permanencia. Sin embargo, con el pasar de los años, las consecuencias del accionar gubernamental minaron sus apoyos y la base electoral chavista fue reduciéndose. Llegado el momento de la crisis, nos encontramos con una oposición mayoritaria, pero sin bases materiales que sustentaran la acción política del cambio, ni un liderazgo que compensara estas carencias. La ausencia de mando único, la pluralidad partidista (y de intereses), así como el astuto accionar del gobierno, ha echado por tierra constantemente las posibilidades opositoras.
Puede afirmarse que para que se produzca una transición pacífica, las dos partes deben acordarla. Lamentablemente, el resultado sigue siendo el mismo, ya que desde el oficialismo no ha habido, ni parece que habrá, voluntad de abandonar el Poder Ejecutivo. Una república tan presidencialista como la venezolana tiene en el Ejecutivo al pilar más importante de cualquier gobierno. No debe quedar duda alguna de que quien alcanza la presidencia en Venezuela controla el mayor poder en el país.
En esto el chavismo tiene 2 décadas de ventaja, que no dudaron en rentabilizar. Así, durante años el chavismo pudo obrar como quiso. El único límite en política era aquél señalado por la voluntad del líder supremo. Lo anterior se tradujo en el control absoluto de los 5 poderes públicos del Estado contemplados en la Constitución de 1999, que sólo se interrumpió en 2015 y que parece haber retornado a su cauce natural.
Hoy nos encontramos con una Asamblea Nacional que no constituye amenaza para el gobierno. Sus candidatos compondrán un parlamento infame que, en el mejor de los casos está condenado al olvido. Un parlamento que carece de autoridad, de autonomía, de legitimidad, y que goza de una legalidad similar a la de un esclavo obediente. Eso sí, puede que venga a alimentar nuestro triste historial de leyes habilitantes para un Ejecutivo que no las necesita, pero las puede agradecer.
El chavismo logró superar su peor momento, resistiendo, comiéndose 5 años legislativos sin pena ni gloria, motivando la no participación opositora en el proceso 2020. ¿Cómo puede juzgarse? Si algo nos ha enseñado el período asambleario 2015-2020 es lo ficticio que puede ser el resto de los poderes públicos frente al Ejecutivo. Mientras, la población vapuleada que ha intentado reconstruir en lo posible cierto grado de normalidad en un país que muestra índices de la miseria más extrema, frente a una microburbuja de personas afortunadas que todavía viven en una opulencia que intriga.
La pregunta incómoda puede ser ¿para qué nos sirvió tener la mayoría por 5 años en la AN? Legislativamente para nada. Mediáticamente puede construirse un caso más optimista. Mientras no queda ninguna ley en pie, sí que se retomó el protagonismo en las agendas internacionales. Popularmente sirvió como hechizo que convenció a millones de que era posible dar un golpe a quienes tanto habían vapuleado el país. Pero el desencanto llegó pronto, se recurrió al Gobierno Interino que, como accidente histórico, recayó en la figura de Juan Guaidó.
Ese desánimo se palpa en la recepción que ha tenido la convocatoria opositora a una Consulta Popular, que carece de carácter vinculante. Hemos sido incapaces de dar con la tecla indicada para recuperar el entusiasmo. Curiosamente, una consulta no vinculante puede que tenga una mayor participación que las elecciones parlamentarias. Al final, ninguna de las dos parece que tendrá mucha incidencia en el destino del país. Una consulta paripé, un Legislativo de cartón.
Pero esa misma consulta se convierte en un esfuerzo por blindar el liderazgo opositor, monopolizado mediáticamente por el partido Voluntad Popular (VP). Un éxito en la consulta y el liderazgo de VP en la oposición terminaría por sellar una praxis altamente eficiente. El accionar de los leopoldistas, los ha llevado a asegurarse no solo la vocería oficial de la oposición, sino del acceso a los recursos económicos imprescindibles para el sostenimiento de las estructuras. Asimismo, no fallan al momento de colocar a sus figuras y militantes en espacios fuera del país.
Ahí radica la clave estratégica. Una parte de la oposición, implicada en la prolongación artificial del gobierno en funciones, se juega mucho con él. La consulta, más allá de que estemos de acuerdo con ella o no viene a tratar de incidir en esto. Es el posible leopoldismo hegemónico.
Eduardo Castillo