En la boca del dragón
Vivir en Venezuela transmite la sensación de que salir a la calle es una ruleta rusa. Con los años, el problema de la inseguridad, cruz de cualquier venezolano, dio paso a la enorme carestía económica que resultaba menos aleatoria. El gobierno había logrado democratizar la pobreza, cumpliendo progresivamente con la cacareada igualación. Así, millones decidieron migrar, buscar nuevos horizontes lejos de la tierra que nos vio nacer.
Pero migrar no es un paseo, visitar un país como turista construye idilios que la vida se encarga de demoler. Fracaso laboral, trabajos extenuantes, una nueva realidad se impone a todo el que se va. Aun así, cerca de 5 millones de venezolanos nos fuimos. Por necesidad o previsión, quienes nos fuimos arriesgamos todo (o casi todo). Muchos hemos encontrado oportunidades. Algunos nos convertimos en pilar de apoyo a nuestras familias, una tradición arraigada en otras latitudes, pero que para nosotros desconocida. Arriesgamos todo, o casi todo.
Porque arriesga quien se queda y quien se va. Esta es la sensación que da hablar con quien todavía vive en Venezuela. La “tierra de lo posible” hizo honor a ese apodo cuando vimos a nuestros balseros arriesgándolo todo por dejar el “paraíso”. ¿Qué infierno en tierra puede llevar a arriesgarlo todo por salir del país? Pasamos de la suspicacia a la indignación.
¿Cómo es posible que la historia se repita? Como tantos cubanos antes que nosotros, como los alemanes del este, como los norcoreanos más temerarios, un grupo de compatriotas decidieron apostar su futuro y perdieron. Lo perdieron todo, dejándonos imágenes desoladoras de cuerpos tirados en la calle, algunos semidesnudos, con las carnes comidas por criaturas marinas indiferentes a su nacionalidad.
Durante años, fuimos receptores de migrantes trinitarios que se convirtieron en el rostro familiar de la venta de helados en las calles de muchas ciudades venezolanas. Personas que poco manejaban el español, fueron asociadas con el sonido de aquellas heladeras movidas con tracción sanguínea. De niños, muchos compramos a estos migrantes, desconociendo la realidad que les traía a nuestras tierras. Trabajadores incansables, en ocasiones encontraban entre sus clientes a hijos de familias que consideraban a Venezuela el paraíso en la tierra, aquellos que en ocasiones miraban con cierto desprecio a estos trabajadores de piel oscura que no hablaban español.
Ahora la historia se ha invertido. Ya no vienen a nuestras tierras buscando oportunidades. Somos los venezolanos, en el desespero por encontrar alimento y la posibilidad de ganarse la vida quienes arriesgamos la vida para cruzar la zona más cercana a Trinidad norte del Estrecho de Paria, Boca de Dragón. Por hallar un pedacito de normalidad, en un lugar accesible. No son los primeros balseros venezolanos, pero sí los que hoy nos indignan.
En un país donde se decía que era imposible repetir la historia de Cuba, despertamos a la realidad de la manera más cruda posible. Nuestro éxodo ha sido principalmente terrestre, otros tantos afortunados por aire, pero no olvidemos que, en ocasiones, el camino más inmediato para miles de habitantes de nuestras costas implica lanzarse al mar.
Con un gobierno criminal, desbordado totalmente por su maldad e incapacidad, cóctel asesino de todos los socialismos de los países no desarrollados. Porque los muertos del chavismo se cuentan por miles, y son imputables a los responsables de la crisis humanitaria que asola al país. Son ellos los que condujeron a millones a dejarlo todo. Son sus decisiones las que devastaron el país, las que lo condenaron a la miseria. Es imposible encontrar un período tan crudo como el actual.
Nunca en nuestra historia arriesgarlo todo en un viaje a Trinidad había sido una opción. A esto nos llevaron. Y es que para millones de compatriotas Venezuela es sinónimo de hambre, inseguridad y muerte. No puede sorprendernos que tantos sigan buscando la forma de irse.
No podemos negar la enorme molestia de ver que una noticia de este tipo apenas halla eco en las grandes portadas. Otra campanada que nos despierta a la realidad de que no somos prioridad. Quizá porque nuestro gobierno tiene un signo especial, quizá porque no podemos competir con el exótico mundo islámico. Pero resulta imposible conservar la calma ante la indiferencia de la mayoría de los medios. Podría parecer exagerado y hasta macabro comparar, pero estas imágenes tendrían una atención diferente si estuviéramos hablando del mediterráneo.
En esta ocasión fueron 22 personas, adultos y niños venezolanos, que decidieron arriesgarse en Boca de Dragón. Empujados por una situación insoportable, eligieron sortear las corrientes y remolinos, para alcanzar la costa de una Trinidad y Tobago reacia a recibirles. Según se reporta, tan renuentes fueron los trinitarios, que los regresaron al mar que terminó por devorarles. 22 almas perdidas buscando algo mejor. No migraban a un paraíso, pero frente al infierno que vivían, bien vale el purgatorio.
La realidad dándonos una bofetada. Nos creíamos el paraíso, ahora que somos un paraíso perdido, nos aferramos a la idea de una deuda internacional con Venezuela y, por lo tanto, con nosotros. Tenemos que entender con frialdad el asunto. En estos temas no existe una solidaridad mecánica entre los estados, ni podemos esperarla. A veces suceden milagros, pero hasta en cuestiones humanitarias predominan los intereses del Estado…y más allá de discursos Venezuela no lo es.
Eduardo Castillo