El Capitolio o la crisis del disenso: entre los “hunos” y los “hotros”
Nunca creímos ver las imágenes del Capitolio. Una muchedumbre entrando a las instalaciones del Congreso para “apropiarse” de los espacios en defensa de un ideal. Imagen patética que cuesta no comparar con lo peor del tercermundismo. Eso sí, ni la Roma antigua se salvó de ello, pero tras dos siglos de democracia consolidada, una guerra civil, algunas polémicas electorales, y un dominio mundial que parece haber dejado atrás su cénit, fue el turno de la república norteamericana.
Asistimos atónitos a un evento que no nos parecía posible. Al final, el trumpismo le mostró a la izquierda radical cómo llevar sus métodos un paso más allá. No imagino a quién se le pudo haber ocurrido semejante acción, tan rara como contraproducente. ¿Qué pensaron? ¿Qué el pueblo se levantaría en armas para una nueva refundación nacional? Hace mucho que los países desarrollados generaron mecanismos para contener y absorber a los movimientos sociales. A quienes podemos valorar las instituciones (no indiscriminada), nos hizo saltar las alarmas.
Durante semanas la reacción de Trump a la polémica elección, las críticas de sus allegados, y la convocatoria a una manifestación el día 6 de enero daban pistas sobre lo que podía suceder. Sin embargo, no creímos. Meses antes vivimos un abrebocas de la violencia con las protestas encabezadas por el movimiento Black Lives Matter, en las que algunos incendiaron y destruyeron propiedades en Washington D.C. y otras ciudades. Ahora el objetivo no fue otro que la sede del Poder Legislativo.
Pero las reacciones generalmente se corresponden con la acera en la que nos ubicamos. Parece una cuestión unamuniana de “los hunos y los hotros”, quienes van destruyendo cada uno en su lado, características de la república norteamericana. Romantizar a unos y denigrar a otros solo puede llevarse a cabo neutralizando cualquier capacidad de raciocinio.
Si bien la idea de una revolución enamora tradicionalmente a la izquierda, puede que EE. UU. sea el único país del mundo donde ese concepto evoca algo diametralmente diferente a las aspiraciones generalmente asociadas con una revolución. Por ello, desde sectores libertarios y conservadores se ve con buenos ojos el tipo único de revolucionario que germinó en esas tierras.
El concepto de revolución en Estados Unidos
Ya Hannah Arendt lo analizó hace varias décadas en su estudio comparativo de las revoluciones en Francia y EE. UU. Mientras que la vertiente europea y norteamericana partían de puntos similares, el final de ambas mostró dos polos opuestos.
Así, los revolucionarios franceses dieron origen al Terror. Ellos dedicaron sus esfuerzos a barrer con el Antiguo Régimen, llegando a construir un Estado nuevo. Un nuevo calendario, nuevos poderes, nuevas leyes, una nueva deidad (la Razón). La guillotina fue la solución más humana que pudieron imaginar, en un Estado sometido a los caprichos de una élite que impuso la persecución y el asesinato. El resultado, una tragedia de niveles históricos, con miles y miles de muertes entre la población y la llegada del bonapartismo como solución al caos. Pero el daño ya estaba hecho, el Estado francés se había acostumbrado a los controles y el poder total, nada podía escapar a su alcance en la vida de los ciudadanos.
La Revolución Americana fue distinta, surge como rechazo a una falta de representación de los americanos en el parlamento británico. Nace en ese sentido como una respuesta a la falta de garantía de sus derechos políticos, encauzado por una élite imbuida en la ilustración escocesa. Su rechazo estaba orientado hacia la figura del Estado que coartaba las libertades naturales del hombre y se encontraba empapado en la doctrina de los límites al mismo. Así, las discusiones sobre qué tipo de Estado levantar fueron quizá más enriquecedoras a fin de garantizar los derechos individuales. La prensa censurada debía ser liberada, los impuestos recolectados siempre bajo la aprobación de los representantes de quienes los pagarían, el poder desconcentrado y limitado lo más posible. Es más, podría decirse, como Sartori, que la democracia norteamericana triunfó a pesar de estar encadenada para no hacerlo, gracias a la tozudez de sus ciudadanos. Aquí no hubo cacería de opositores, el sistema generó sus procesos que superaron, no sin desafíos cruentos, sus problemas.
En síntesis, el concepto de revolución no tiene un significado único ni evoca las mismas cosas para los estadounidenses que para el resto del mundo. Por ello, no es raro ver a sectores de la derecha política norteamericana con cierta fijación revolucionaria. Asimismo, la realización de una revolución socialista en EE. UU., fue controlada con tiempo. Allí, al socialismo se llega por otras vías.
La presidencia “imperial”
Al cumplir el bicentenario de la declaración de independencia, EE. UU., se encontraba al borde de la derrota frente a la Unión Soviética. Con la moral por los suelos, el fracaso de Vietnam, la crisis económica de los 70, todo indicaba que serían desplazados por la URSS. Casi 15 años después, la historia era otra. Los años 90 se convirtieron en la década del inicio de la hegemonía norteamericana en solitario. Pero también marcaron un retorno a las prácticas más presidencialistas.
No hay que confundirse, los Estados Unidos forman una república presidencialista, en la que la figura del Ejecutivo tiene grandes prerrogativas. Esto se vio con Lincoln, quien recurrió a distintas órdenes ejecutivas que hoy también lucirían antidemocráticas, con ambos Roosevelt, e incluso con el idolatrado Kennedy (ni hablar de Nixon). Casi podríamos decir que no ejercer esas prerrogativas constituiría una excepcionalidad en la historia estadounidense. Lo normal es ejercer el poder del que se dispone. Claro que la línea entre el ejercicio republicano y un abuso es muy tenue.
Sería correcto hablar de una presidencia que tiene la capacidad casi imperial de aprobar leyes y vetar otras. Un presidente puede ordenar un ataque no solo sobre algún objetivo fuera del país, sino también de ciudadanos norteamericanos dentro de EE. UU., como hizo Obama. Sería interesante analizar la cantidad de medidas ejecutivas, así como su contenido. Pero lo importante es que la figura del presidente posee atribuciones que únicamente pueden contrarrestarse por mayorías hostiles en otros poderes, y en última instancia por voluntad propia. La clave sería tenerlas o construir consensos…pero no es el caso desde la segunda etapa de George W. Bush.
La polarización política
Pew Research Center lleva más de dos décadas investigando las posiciones de los norteamericanos y nos permite concluir que estamos en la fase de polarización por parte de votantes de ambos partidos. Este bipartidismo tóxico que vemos se ha ido desarrollando desde los 90. Lo anterior se produce a pesar de las posturas algo centristas de la administración Clinton (que hoy pasarían por extrema derecha). Así los votantes demócratas fueron los primeros en dar pasos hacia el extremo, quizá como respuesta a los años de Reagan.
Este desplazamiento progresivo de los demócratas tomó algunas décadas. Mientras, la radicalización de los republicanos fue más abrupta, realizada durante la administración Obama. ¿Cuál es el problema de esto? En un país donde solo hay espacio para dos partidos, la capacidad de construir acuerdos o grandes mayorías por largos períodos es clave. Si algo había caracterizado la república norteamericana era su capacidad para construir consensos dentro de la diferencia.
En este sentido, los sucesos del Congreso son evidencia de la gravedad del asunto. Eso sí, sería hipócrita condenar exclusivamente los hechos del 6 de enero y no todos los ejemplos anteriores de radicalismo bipartidista. La vergüenza que produce esa entrada de fanáticos de Trump en el Congreso es comprensible, pero también lo es aquella que denuncia las semanas de disturbios que hubo en los Estados Unidos meses atrás. Se siente particularmente hipócrita la condena de aquellas y la defensa de estas. Destruir negocios y propiedades no es una nimiedad, sin omitir la jornada en el Congreso. Son dos gravísimos atentados contra lo que ha sido EE. UU. Es hora de dejar la hipocresía.
El liderazgo populista
Se trata de otro de los condimentos del problema. Si bien los Estados Unidos son casi fundadores del populismo, nunca tuvieron una etapa duradera digna de impresionar. El populismo decimonónico de Andrew Jackson, fue corto, aunque cambió el juego electoral. Lo mismo podríamos decir de la variante discursiva de Theodore Roosevelt, y la institucionalizada de Franklin Delano Roosevelt (que también lo fue).
De los 3, FDR puede que haya condicionado por más tiempo la política norteamericana, al transformar profundamente el Estado y aprovechar la Gran Depresión para dejar su impronta. Todavía muchos le asocian indiscutiblemente con gobernar “para el pueblo”. A FDR, solamente la muerte pudo apartarle de la presidencia, tras 4 elecciones, saltándose la costumbre de no permanecer más de dos períodos. La república entendió el peligro y decidió limitar legalmente las reelecciones.
Hace menos de una década que el populismo resurgió con fuerza. En esta oportunidad, apalancado en la simplicidad innata de la comunicación de masas actual y el auge de esas cámaras de eco llamadas redes sociales. Sin duda alguna, Trump fue quien mejor lo supo aprovechar, pero sería un error asumir que es su creación. ¿Acaso no es un ejercicio populista dividir a la sociedad entre buenos (pro Obama) y malos (anti Obama), como se hizo en las redes y medios de comunicación? ¿Recuerdan también aquella campaña del “Feel the Bern”?
Parece que ya se olvidaron aquellos debates en los que una posición crítica o desfavorable con la elección/discurso/Nobel/política exterior…y un casi infinito etcétera, era desdeñada por catalogarse como racista. ¿Quién creen que iba a recoger los descontentos con esto y más? Y no, no es porque sean racistas, misóginos, o cuanta otra etiqueta simplista puedan colocarles.
En su propia fórmula, apelando astutamente a los desfavorecidos, nuevos marginados, cuasi silenciados, Trump logró lo impensable. Cuatro años después de una guerra incesante del trumpismo contra todos (y viceversa), deja la presidencia con un horrible espectáculo. Por cierto, ¿en qué año creen que empezó aquello de dudar de las elecciones y decir “Not my president”? Aunque hoy estemos a un nivel que hace parecer juego de niños aquello. No hace tanto de eso.
La situación es tan grave que hoy se celebra la censura, aun cuando el discurso llame a la calma y el respeto. Las empresas que son propietarias de las redes sociales tienen el derecho de hacer con su propiedad lo que consideren, pero también tienen obligaciones con sus usuarios. ¿No constituye una muestra de favoritismo y predisposición muchas de sus acciones? ¿Es posible negar que desde el día 1 la guerra contra Trump fue incesante? No.
La hegemonía izquierdista
Una innegable realidad, fruto de la indiferencia de las derechas ante el trabajo político que había que hacer. El izquierdismo hegemónico en las universidades genera cuando menos simpatías al aprovechar su imagen de “Faro del Conocimiento”. Ejércitos enteros de personas son formadas para la vida en sociedad por emblemas de la corrección política, críticos incesantes del capitalismo y su mayor ejemplo, Estados Unidos.
Luego salen a la calle, con nuevos complejos, utilizando unas gafas ideológicas que permiten analizar todo en torno a los clivajes más reduccionistas posibles. Replican esa fijación romántica hacia ideas genocidas que desconocen totalmente, pero que les suena bien. Criados para ser demasiado sensibles, salvo cuando se trata de acabar con un “fascismo” que ni pueden definir.
En Estados Unidos la cosa es tan preocupante que se ha constituido una especie de segregacionismo revanchista, en el que se pretende discriminar compensatoriamente. Esa lógica absurda que no pretende igualdad, sino venganza. Todo se somete a una verificación ideológica. Todo queda subordinado a la dicotomía oprimido/opresor. Cualquier evaluación imparcial vuela por los aires, por racista o la etiqueta de moda. Millones de jóvenes profesionales son educados en estos principios, y cualquier desviación es condenada como racismo, machismo, etc.
Lo grave es que esto se ha normalizado hasta el punto de ser bienvenido. No importan las acciones, ni siquiera el discurso. Hoy, como hace décadas, basta el color de piel o tu sexo. La memética nos sirve como ejemplo. Ya aparecieron los memes en donde se afirmaba que, si la protesta del Capitolio estuviera compuesta por una minoría étnica, habría sido masacrada por las fuerzas del Estado.
Asimismo, otros igualan trumpistas, republicanos, libertarios, y conservadores, para luego proyectar sus prejuicios descerebrados sobre la categorización del suceso como protesta o saqueo por el color de piel de sus participantes. Por ello, se vuelan los tapones cuando ven a un republicano de origen hispano, o afro. Esas trincheras mentales son las más pobres, pero también las más insalvables.
Nuevamente aparece en el horizonte el chantaje del todo o nada. Reduccionismo de moda entre los opinadores de todas las nacionalidades e ideologías. Encauzan la conversación antes de cualquier intercambio de ideas, neutralizando todo diálogo. ¿Imaginan que todo se solucione de la misma manera? Nos estamos sumergiendo en la ignorancia e intolerancia. Nos volvemos incapaces de discutir constructivamente. Nos asimilamos a la lógica del amigo/enemigo, incapaces de pensar.
La crisis constante
Estados Unidos no ha sido nunca un país perfecto, pero hoy vive sus imperfecciones reales y fingidas de una forma peligrosa. Esto no comenzó ayer en las inmediaciones del Capitolio. Esto es el resultado de casi 20 años de tensiones crecientes, en el marco de la expansión del alcance gubernamental como mecanismo para solventar las crisis. Así, las élites aprovecharon una crisis de seguridad nacional, primero; de seguridad económica, después; de seguridad cultural, ahora. Todos y cada uno de estos momentos han resultado en la expansión del gobierno vigilante y controlador.
Algunos incluso hablan de que la última frontera será un nuevo enfrentamiento civil en la república norteamericana. Si esto les produce algún estupor, no tienen más que romper un poco su burbuja ideológica y molestarse en ver el panorama completo. Cuando los grandes acuerdos son trastocados por el capricho de los políticos y electores, estamos a las puertas de un conflicto.
Por si fuera poco, la llegada de los demócratas a la presidencia con sus mayorías en el Congreso vaticina la posibilidad de la implementación de una agenda aún más controladora. La pandemia no cesa y gran parte del partido demócrata favorecería nuevos confinamientos. En un momento en el que se habla de un Gran Reinicio, además de la aprobación del Green New Deal, podríamos presenciar una profunda transformación de EE. UU.
Eso sí, debe decirse que Joe Biden no parece estar totalmente alineado con parte las políticas del sector radical demócrata, pero también ha de notarse que su vicepresidenta sí. Ya que esta generación se devora House of Cards con cierta admiración enfermiza, podrían imaginarse algunas posibilidades. Lo del Capitolio merece nuestro rechazo, pero no solo eso.
Eduardo Castillo