Por el ojo de una aguja: racionalismo político y revolución

Decía Raymond Aron que la revolución se había convertido en el opio de los intelectuales. Claro, de opioides hay variedad y no solo existen intelectuales fascinados con la idea de la revolución marxista. Existen otros, nacionalistas de diversa índole, similares a los caudillos tercermundistas que siempre sueñan con la refundación nacional. Sin embargo, el nacionalismo, aunque arraigado en todo país que posea himno y bandera, evoca a un romanticismo de modé que solo recientemente ha encontrado su resurrección en clave populista.

Algunos movimientos nacionales fueron capaces de conciliar ambos. Mientras que el nacionalismo aportaba el elemento unificador que también movilizaba toda la sociedad hacia un fin común; el opioide marxista aportaba herramientas necesarias y una doctrina potente. Fue nacionalista Idi Amin en Uganda, pero ese nacionalismo no era capaz de ocultar la inspiración marxista de su actuar.

Resulta impresionante la universalización de estas ideas, gracias a partidos como los socialista y comunista francés, muy bien financiados por Moscú. Pocas sociedades resistieron el encanto revolucionario. Pero, como es lógico, estas ideas no se nutren de la nada. Indudablemente, existen problemas que deben escandalizarnos y generar nuestra condena. Prácticamente todos queremos un mundo mejor, más libre, justo y próspero.

Sin embargo, gran parte de la discusión política se centra en dos áreas. En primer lugar, las macro visiones que condicionan qué tipo de sociedad queremos. En segundo, las decisiones concretas, generalmente políticas públicas, que se tomarán para buscar ese objetivo. Así, lo primero tiende a marcar la pauta de lo segundo. Isaiah Berlinsostuvo que, allí donde los fines se acuerdan, las decisiones restantes son técnicas, no políticas. Sucede que, los seres humanos parecemos condenados a una lucha incesante por definir cómo queremos organizarnos socialmente.

Esta incapacidad se suma al estado imperfecto de nuestro mundo y nuestras sociedades, contribuyendo a la impaciencia natural de quienes ambicionan lo ideal. Para los intelectuales, existen principios apriorísticos que son indiscutibles y rigen su visión de mundo: primero, que las ideas importan; segundo, que los intelectuales se yerguen por encima de la sociedad; tercero, que esta clase tiene la responsabilidad de guiar moral y políticamente al resto de las personas.

Los tres elementos mencionados anteriormente combinan de distinta forma y sirven a aquellos demonios que son más caros a cada intelectual. Pero la intelectualidad se enamora fácilmente del cambio que promete construir en la tierra el paraíso con el que sueña. No es casualidad que la obsesión revolucionaria constituye uno de los principales placeres culposos de la intelectualidad. Aspirar al cambio radical de la situación actual es consecuencia lógica de los descontentos. Sin embargo, pocos grupos tienen una mayor inclinación a la tentación revolucionaria que aquellos que teorizan sobre la sociedad, sus problemas y potencialidades.

Existe además un elemento propio del racionalismo que combina espectacularmente con la profesión intelectual. Rehacer una sociedad implica abandonar los deseos de su reforma. Por los motivos que sea, las sociedades pueden convertirse en sujetos de estudio altamente decepcionantes. No resulta extraño hallar plumas encaprichadas con el borrón y cuenta nueva como única forma de resolver la crisis presente. Para ello, nada mejor que la Razón. Todo el orden debe subordinarse al plan racional que levantaría nuevas sociedades acordes con el ideal en cuestión. Así, el racionalismo político conecta de forma natural con la visión revolucionaria.

Michael Oakeshott hizo un esfuerzo importante por desvelar la condición racionalista que es común a la gran mayoría de políticos, intelectuales, planificadores y burócratas. En su famoso ensayo“Rationalism in politics”, el británico afirma que los racionalistas se basan en la premisa incontestable de que el único conocimiento válido es el conocimiento técnico. Pero, quizá de forma más peligrosa por sus consecuencias políticas, afirman que la Razón puede dirigir y controlar los asuntos humanos. En consecuencia, solo la Razón sirve, solo ella basta.

A raíz de esto, la revolución se convierte en un asunto imprescindible para crear una sociedad don derija el conocimiento y la Razón.No tiene nada de malo confiar en el uso de la Razón para el desempeño en la vida cotidiana y hasta cierto punto de la política. Sin embargo, este racionalismo conlleva no solo el desprecio por el conocimiento tácito y las tradiciones, que suelen ser vistos como improvisación y atavismos primitivos, sino también su destrucción.

Tal visión racionalista, que excluye cualquier otra fuente de conocimiento y de manejo de los asuntos humanos es altamente nociva, puesto que neutraliza totalmente lo ajeno. Es como si asumiéramos que el avión es el mejor medio de transporte y decidiéramos utilizarlo para todo traslado que hagamos, renunciando a caminar, andar en bicicleta, moto, bus o automóvil.

Ese es precisamente el punto con las revoluciones, que consisten en cambios radicales en la búsqueda de una refundación del estatus. Pero, asumir que son la única forma verdadera de iniciar procesos de cambio conduce a abandonar cualquier posibilidad de reforma, por limitada. Siendo la revolución el único camino, todo lo que esté al margen de la visión revolucionaria se convierte en contra revolucionario. Así como para el racionalista no hay nada válido fuera de la Razón y lo divergente se convierte en irracional, para el revolucionario la alternativa es contra revolucionaria.

Por ello, toda revolución ha generado problemas mayores a los que pretendía dar respuesta. La fórmula para resolver estas dificultades solo puede ser resuelta profundizando la revolución. Como hija del racionalismo, la mentalidad revolucionaria es incapaz de asimilar el fracaso propio. Por ello, muchos procesos revolucionarios apelan siempre al chivo expiatorio, el sabotaje o la ignorancia de opositores. A fin de cuentas, toda revolución se afirma como propietaria exclusiva de la Razón.

De esta manera, los revolucionarios esgrimen el elemento político central del racionalismo contra sus enemigos: quien tiene la Razón debe gobernar sobre los que no. Por ello, generalmente las ideologías revolucionarias más radicales abanderan incesantemente a la Razón disfrazada de pueblo.Aún más, quien tiene la Razón debe gobernar aún por encima de las resistencias, subyugándolas. Solo así puede construirse verdaderamente la sociedad mejor.

Aquí se produce el giro autoritario que en no pocas ocasiones cimientan el totalitarismo.Siendo la Razón un elemento universal incontestable, quienes se oponen a ella solo pueden hacerlo por dos razones ignorancia o egoísmo. A los primeros se les debe someter con la confianza de que los ignorantes aprobarían tal sometimiento de conocer la Razón; a los segundos se les debe reducir, cuando no eliminar, dado que son prácticamente incorregibles.

En ello reside aquello que Hayek denominó fatal arrogancia. Los racionalistas, guiados por la indiscutible Razón, se asumen como llamados y capacitados no solo para proponer un mundo que afirman superior, sino a imponerlo. Un sendero con este trazado solo conduce a tragedias, aunque ya no hablemos de revoluciones de fusil.

Hoy, este racionalismo sigue presente, acompañado de ambición política instrumentalizadora. Las personas son para ellos herramientas para alcanzar y aferrarse al poder político, o problemas que controlar. Por esto, el gobierno de los expertos se convierte cada día más en una dictadura que William Easterly y Nassim Nicholas Taleb no paran de criticar.

Eduardo Castillo

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