Nos vemos en los bares

Nos vemos en los bares.

“ Buenos días. ¿ lo de siempre ?”.

Esta frase, que parece  sencilla,  compendia sin embargo valores que trascienden la mera sintaxis del enunciado. Valores tales como respeto, conocimiento y profesionalidad.

Si, el análisis sintáctico no nos va a llevar a esta conclusión, pero hay que ir más allá, hay que mirar al fondo, traspasando la frase, con una de esas miradas que no te miran, sino que te hacen la autopsia, como la de Michael Douglas cuando Sharon Stone cruza o, más bien, descruza las piernas en instinto básico.

“Buenos días”. Parecería una simple fórmula de cortesía. Un automatismo vacío, carente de contenido, un lugar común. Pero cuando llegas al bar, después de atravesar las llanuras de Siberia y los montes de Cherski que te ha puesto en el camino tu mañana de trabajo, ese “ buenos días” que antecede a “ lo de siempre “ es el Aleluya de Haendel en la catedral de Santa María de Fiore. Antecede a algo aun mejor, lo prologa. Habla de momentos brillantes y limpios  como un amanecer frio y soleado en París, que están por venir.

“ Lo de siempre “. Imposible abarcar, para mentes no acostumbradas al bar y a los camareros, todo cuanto encierra esta frase. De entrada, respeto; El camarero sabe que tomarás lo de siempre, porque conoce que, en el fondo, eres un individuo entregado a una pasión, además de alguien que no pide una bebida para saciar su sed, sino por el instinto profesional del cazador. Tu no entras en el bar para refrescarte, entras para acallar los espíritus de tu cabeza, para que la olla expres de tu existencia expulse, silbando, la presión que de otro modo, te haría explotar. No obstante, el camarero pregunta, aunque si le pidieses otra cosa sería como si el vigilante del Louvre se encontrase una mañana con la Gioconda seria y cabizbaja.  Por lo tanto, te respeta.

Conocimiento. El camarero no tiene porqué recordar lo que bebes. Es más, debería olvidarlo en la segunda ronda. No obstante, su profesionalidad le hace recordar lo que pides a diario. Si además conserva en la nevera una copa fría para tu cerveza, no solo conoce lo que bebes, sino que entiende los oscuros recovecos del alma humana. Penetra en tu cerebro como el mismo Sigmund Freud y ha escrito la introducción al psicoanálisis en sus ratos libres. Ese camarero es tu hermano. Que digo hermano, es tu padre.

Hay gente que utiliza la frase “es gente de bar “ peyorativamente,  queriendo transformar esta virtud en defecto.

Sin embargo, el bar aglutina todo lo que un hombre o una mujer puede necesitar en un momento dado. Da de beber al sediento, da de comer al hambriento, proporciona un lugar cálido o fresco según sea necesario, evita gastos superfluos, como el psicólogo o el Movistar Fútbol y si te surgen otras necesidades, hasta tiene aseo. ¿ Que más se puede pedir ?.

Citando a mi admirado Tallón “ cuando todo te parece una mierda, y a lo mejor lo es, o no hallas refugio contra tus fantasmas, o cuando en casa hay demasiado ruido, incluso demasiado silencio, pero necesitas seguir escribiendo, siempre te queda el bar “.

Fueron muchos los literatos que hicieron del bar su lugar de creación. Hemingway, por ejemplo, en su primera etapa en París, en la que fue más pobre que las ratas y más feliz que el resto de su vida, a falta de dinero para comprar leña con la que calentar el pequeño ático de alquiler en el 74 de la rue Cardinal Lemoine,  solía instalarse en el café de Flore, Lipp o la Closerie des lilas, para calentarse, por fuera y por dentro, mientras escribía sus textos.

Supongo que la leña solo le calentaba el cuerpo, mientras que el ambiente de Lipp y sus ostras regadas con vino blanco de Borgoña, así como el ron Saint James, que bebía con aplomo profesional, también le calentaban el alma. Además, aquí solía coincidir con Ezra Pound y con su amigo Scott Fitzgerald, autor, entre otras obras, de El gran Gatsby.

Otro ejemplo es Claudio Magris y el café San Marcos, en Trieste, que es, según el autor “ el lugar donde la soledad se verifica en medio de los demás “. Aquí también acudía habitualmente Italo Svevo a recibir lecciones de ingles de James Joyce, otro gran aficionado a los bares.

También Cesar Aira ha acudido siempre a las cafeterías del barrio de Flores, en Buenos Aires donde, según el autor, encuentra la mezcla de concentración y distracción que necesita.

El propio Julio Cortázar confesaba haber escrito largos pasajes de Rayuela en los cafés de París, donde tenía por costumbre apuntar en servilletas o libretitas que llevaba en el bolsillo las impresiones que percibía en el local.

Por lo tanto, bares y literatura han ido íntimamente unidos en numerosas ocasiones y así será, mientras haya bares y mientras haya escritores.

Desafortunadamente, esta maldita crisis económica disfrazada de crisis sanitaria que nos atenaza, se está llevando por delante muchos de estos establecimientos que tantos buenos ratos nos han proporcionado.  Sin ir muy lejos, en España han desaparecido ya más de 15.000 bares y se prevé que finalmente sean en torno a 40.000 los que terminen echando el cierre definitivamente.

Podríamos nombrar algunos de los bares míticos que ya han cerrado la cortina, pero sería injusto hacer distinciones.  Cada bar, cada comercio, cada negocio que cierra se lleva por delante las ilusiones y el trabajo ímprobo depositado en él, la economía de muchas familias y en ocasiones, desgraciadamente, cosas mucho más valiosas. Insustituibles.

Así que, citando nuevamente, esta vez a mi admirado compositor y poeta Joaquín Sabina,  “que no te compren por menos de nada, que no te vendan amor sin espinas, que no te duerman con cuentos de hadas, que no te cierren el bar de la esquina”.

 

Nos vemos en los bares.

Julio Moreno

 

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