Crónica celestial
Un pitido fijo anuncia que el pulso se ha detenido. Su corazón se ha parado y sus ojos se han cerrado tras una leve y ultima expiración. Las lágrimas empiezan a brotar entre los que están a su alrededor.
Tan pronto como esto ocurre, los consuelos que había experimentado en sus días finales (recepción de la santa comunión, la unción de enfermos, la oración y el calor humano) quedan en ser una antesala a la presencia de Cristo.
La familia y amigos, se preparan para su entierro y tratan de enjugar como pueden las lágrimas. Sin embargo para la persona que partió, era todo diferente.
Para el que partió, por fin lo puede ver cara a cara y su corazón parece arder, lo percibe como inflamado y junto con Él hay una gran nube de testigos, en adoración permanente, donde la felicidad es la única cosa que pueden sentir.
Casi al instante de estar ante tal divina realidad, comienza a sentirse mal, avergonzado, como si ante un convite real se hubiese presentado vestido con harapos. Se ve, en todas sus transgresiones ocultas, conscientes o inconscientes, sus imperfecciones, sus egoísmos… Decide que solo puede apartar su mirada de Áquel que le está permitiendo verse así.
Pero tan pronto lo hace, Él le aparta sus manos con gran delicadeza y seguidamente, incorporándolo y manteniendo Su mirada fija en aquella alma le dice: ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, así pues, entonando el más profundo de los perdones el espíritu clama misericordia y Él añade: tus pecados te son perdonados, al tiempo que una sangre preciosa que brota de su costado traspasado le limpia hasta dejarle impoluto y resplandeciente para que se cumpliese lo escrito: no entrará en ella cosa inmunda.
Se comienzan a escuchar entre el frufrú de los ángeles, una dulce melodía que dice santo, santo, santo es el Señor y María, la madre del Señor, dice: alaba alma mía al Señor. Es tan excelso lo que contempla un alma redimida que con santa razón está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman.
Algunos seres queridos le rodean también de una forma tan única, que su presencia no desvía la atención en lo más mínimo de Jesús, sino que la acrecienta pues todos tienen su mirada fija en Cristo. Hay tal comunión de amor que es imposible hallar palabra que exprese lo que viven y sienten las almas en esas celestiales moradas.
Y es tan grande el amor que recibió aquella alma, que al tiempo que Cristo lo purificaba veía como el Divino Maestro acudía a la mesa de los santos que le invocan al partir el pan y beber el vino y como los consolaba y fortalecía. Como el mismo que ahora estaba con él, aconsejaba en la oración, iluminaba en la tribulación, respondía en las Santas Escrituras, enviaba ángeles en protección, salvaba en el peligro y un sinfín de gracias y misericordias inimaginables.
Acrecentemos nuestro deseo de ir al cielo, rechacemos lo que es impropio de allí y una vez allí descubriremos como la literatura de ayer, hoy y mañana acerca de la ciudad celestial no aporta más que una gota de imaginación en un océano infinito de amor permanente.
Estando convencido precisamente de esto: que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús. Filipenses 1:6
Borja Ruiz Garcia